En las redes sociales aparece de todo: noticias del momento, consejos prácticos, opiniones personales, tendencias, chismes, escándalos, teorías de conspiración y desinformación por montones.
Lo que empezó como un recurso destinado a conectar gente online se ha convertido con el paso del tiempo en un verdadero campo minado donde las manifestaciones de grupos usualmente considerados “minoritarios” son cada vez más extremas, dando lugar a un fenómeno donde ganan fuerza hasta el punto de dar la apariencia de dominar sobre otras posturas más tradicionales, con efecto excluyente sobre estas últimas.
Lo descrito en el párrafo anterior da pie a un reclamo que por años ha plagado a plataformas como Facebook, Twitter y YouTube: en pos de una supuesta libertad de expresión que busca dar voz a esas “minorías” y emprender una verdadera revolución inclusiva, muchas veces se hace el intento de apagar o coartar voces más conservadoras y tradicionalistas, a menudo vistas por las nuevas generaciones (millennials, z) como retrógradas y anticuadas.
¿Es cierto que hay censura a este nivel en redes sociales, dirigida de manera específica a conservadores? Ciertamente es la versión que a lo largo de su mandato ha repetido el presidente estadounidense Donald Trump, y, para ser justos, hay casos que servirían de evidencia al reclamo.
Uno de los puntos débiles de la redes sociales, aparte de querer vender una realidad acomodada según algoritmos que determinan qué es relevante y qué no de una manera un tanto caprichosa, es el trato y manejo de desinformación, teorías de conspiración, contenidos de odio y demás elementos poco adecuados, dañinos o desagradables.
En el centro de este mal manejo yace la famosa libertad de expresión, con acciones puntuales tomadas en casos extremos como el de la matanza en una mezquita, el cual no solo tuvo una consecuencia visible y mortífera, sino que generó una enorme presión sobre Facebook y otros. Más allá de este caso, situaciones como la actual pandemia propiciaron la toma de medidas contra la desinformación, lo mismo que la quema de torres 5G derivada de una teoría de conspiración que ligaba esa tecnología con el virus.
Regular los contenidos en estas plataformas no es una tarea fácil, y es un hecho que el personal humano que trabaja con esas cuestiones sufre las consecuencias de lidiar con tanta basura y pobreza de espíritu a nivel anímico y hasta mental, siendo esta la razón por la que los sistemas de inteligencia artificial de repente lucen muy atractivos.
President @realDonaldTrump just took executive action to fight online censorship by tech corporations, including social media platforms. pic.twitter.com/W4r7vLw958
— The White House (@WhiteHouse) May 28, 2020
La pregunta del millón: ¿quién regula a las redes sociales? Desde Europa ha venido quizás la respuesta más fuerte a esta pregunta en la forma de GDPR, pues no solo debe haber controles respecto a lo que allí se publica, sino al trato que se la da a la información generada por los usuarios. El presidente estadounidense también quiere tener parte en la acción y hoy, unas horas antes de este escrito, firmó una orden ejecutiva que básicamente eliminaría la inmunidad de la que gozan estas redes sociales en lo que respecta a responsabilidad legal sobre lo que comparten por esa vía sus usuarios.
La clave de esa orden ejecutiva firmada por el presidente Trump es que da potestad a organismos como la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) de reinterpretar lo establecido por la Ley de Decencia en las Comunicaciones, específicamente la sección 230, que donde queda establecida la protección mencionada en el párrafo anterior. En palabras del mandatario estadounidense, las redes sociales, amparadas en ese escudo, hacen lo que les placen, y ya está bueno.
Bajo otras circunstancias, es posible que este intento de regulación expresado por la administración Trump sea bienvenido y bien visto, pero lo que motivó la acción pone las cosas en entredicho. En esta semana, tras años observándose una dinámica en la que Twitter básicamente permite al presidente Trump desahogarse como le plazca en su plataforma sin consecuencia alguna, ocurrió algo sin precedentes: Twitter marcó un par de tuits de Trump con una etiqueta de verificar los hechos (“fact check”), implicando la acción que estos no eran de fiar. Resulta evidente que esto no fue del agrado del POTUS, pues la reacción fue inmediata (desde el miércoles amenazó con consecuencias).
En pocas palabras, tenemos una persona que se pasa de desbocada al usar Twitter, que a menudo comparte informaciones no del todo precisas y que además incita a controversias pasadas y teorías de conspiración previamente desmentidas como parte de su estilo polémico acusando a las redes sociales de tener un sesgo anti-conservador por acciones que buscar clarificar tuits de dudosa veracidad. Esta misma red, a su vez, se niega a tomar acción contra ese mismo personaje luego de que el viudo de una de las víctimas de esos tuits apasionados reclamara la eliminación de los mismos por respeto a quien fuera su esposa y sus familiares. Difícil dar la razón a cualquiera de las partes.
Cabe preguntarse en qué punto la libertad de expresión deja de ser beneficiosa y se convierte en un problema. A nivel empírico abundan ejemplos de esta situación, y las redes suelen ser los medios de esos protagonistas. ¿Es que es tan difícil actuar decentemente? Este tema es complejo y no termina aquí.